El peligro de vaciar a la verdad de substancia.
Asistimos involuntariamente al espectáculo de los medios audiovisuales, y pasamos de ser pasivos espectadores en las décadas de 1980 y 1990 a ser actores obligados en una obra general que se llama «la sociedad mediada», y no terminamos de saber quién nos escribe el guión y cuando concluye el capítulo.
Por más que nos resistamos, somos atravesados por los mensajes, las imágenes y las historias fragmentadas de personajes que construyen sentido, aunque estén lejos de nuestro interés natural. En esta nota incluimos la réplica de la respuesta que publica y viraliza un artista y conductor (Jey Mammón) en la que hace un descargo de un supuesto delito.
Cualquier juicio que abramos será tan inútil como innecesario e incompleto. Pero la tensión a la que somos expuestos es de tal magnitud que evitar pensarlo resulta imposible.
Los parlantes y las tapas de diarios, los medios, sostenía Gramsci, no nos indican cómo debemos pensar sino sobre qué debemos pensar. Y Habermas, en su teoría de la acción comunicativa, advertía que los medios actúan como los intérpretes y luego ordenadores de las conductas sociales, y con una precisión quirúrgica, en la década de 1990 decía que los multimedios o los grupos editoriales eran «Partidos políticos inorgánicos», o sea, la elección mutua. Los medios eligen a públicos y esos públicos consagran lo que esos medios pronuncian.
Toda teoría hoy está en suspenso. Inclusive está en suspenso la ética de la verdad. Todo lo resuelve el consenso, pero ese consenso es gestionado desde la desproporción del poder real.
La sobreinformación nos proporciona una nueva y profunda angustia o nos arroja al acantilado del azar con un paracaídas pero sin la instrucción necesaria para abrirlo a tiempo.
La profusión en la circulación de comunicaciones nos confunde. Por momentos pensamos que podemos saberlo todo y en todo momento. La aceleración de las respuestas invalida la capacidad de la pregunta.
Estamos conviviendo con la desaparición de la duda, pero la saciedad de conocimiento se consigue consumiendo un menú indescifrable. No podemos saber si estamos engordando en saberes por lo nutritivo de lo que vemos, leemos y escuchamos, o acaso son puros anabólicos, o espejos deformantes
A riesgo de sonar anacrónico, lo que más sorprende es la centralidad de algunos acontecimientos por sobre otros. Y cómo desplazamos,ocultamos,
postergamos, escondemos problemáticas directas,concretas,propias, para darle espacio mental y emocional a esas historias y noticias que nos inoculan con el potente y eficaz método de la reiteración.
Volviendo al sociólogo alemán de la Escuela de Frankfurt, Junger Habermas, rescatamos sus cuatro supuestos: inteligibilidad, verdad, rectitud y veracidad, base para validar el habla. Aunque suene trágico, la adulteración en el orden de esos supuestos, como la inestabilidad de sus significados, permite que lo verosímil subrogue a lo verdadero y lo entretenido ocupe el sitio de lo útil.
El discurso actual adquiere todos los atributos que debería tener la acción comunicativa (para bien y para mal), con la tremenda amenaza de que la verdad (la realidad desde la mirada aristotélica) se someta a la ficción, y no nos referimos a la ficción concebida artisticamente, literariamente, sino al reemplazo directo de los datos, de los hechos, de los acontecimientos.
Fiscales, jueces, verdugos y funerarios, todo junto y a la vez.
Periodistas, conductores, locutores, panelistas, opinadores, editorialistas, columnistas, sustituyen cualquier proceso jurídico. Con que un rumor sindique a alguien como autor de un hecho delictivo, esa figura, dependiendo de la simpatía de la que goza, sin ser denunciado, imputado, procesado, indagado, pasa de la mera sospecha a la condena inapelable, muerte civil y entierro mediático.
Incapacitados.
En demasiados casos, esto de condenar con fruición y sin piedad no le ocurre siquiera al victimario sino a la víctima, un mecanismo perverso que lamentablemente en nuestra sociedad y en nuestro país se impuso como moda muchas veces, el famoso y criminal «algo habrán hecho» en el genocidio.
La repetición de la escena es tan redundante que impide acaso la mera reflexión. La noción de justicia se desvanece frente al incentivo más primitivo, el que otorga la venganza. Tanto así que se suele utilizar el constructo «justicia por mano propia» en clara contradicción conceptual.
Las injurias, las calumnias, los señalamientos, las descalificaciones constantes, los insultos, los recortes intencionales y ahora las posibilidades que ofrece la Inteligencia Artificial, elabora una actualidad tan lábil que no es necesario sino imprescindible volver a dotar a la verdad, por más nimia, pequeña o insustancial que nos parezca dotarla de ética.
Dotar a la verdad de ética, un imperativo indispensable para que podamos comunicarnos, o sea, para que podamos vivir en comunidad.